Los migrantes desamparados del TPS esperan una solución justa

  • noviembre 16,2017

La última semana de octubre un segmento de la avenida Pennsylvania, en Washington, fue cubierto con botas de construcción, utensilios de cocina y macetas con plantas. La acción buscaba representar el aporte que hacen a la fuerza laboral estadounidense 320.000 inmigrantes indocumentados y que en las próximas semanas podían quedar en riesgo de ser deportados.

La previsión empezó a cumplirse. El 6 de noviembre el gobierno de Trump anunció los primeros ajustes para rescindir el programa de Estatus de Protección Temporal (TPS, por su sigla en inglés) a los ciudadanos de Nicaragua y Honduras. Para Nicaragua, el programa ha quedado cancelado y sus 2550 beneficiarios contarán con una residencia provisional hasta el 5 de enero de 2019. En el caso de Honduras, el futuro de 57.000 beneficiarios será decidido en enero. La cancelación para ambos países se basa en el argumento de que las condiciones que llevaron a su implementación en 1998 tras el paso del huracán Mitch por América Central han sido superadas.

Como su nombre lo indica, el TPS protege de la deportación a sus beneficiarios, inmigrantes indocumentados en Estados Unidos cuyos países de origen atraviesan o se recuperan de un desastre natural, un conflicto armado o alguna otra circunstancia extraordinaria. El programa les otorga un permiso de trabajo por tiempo definido, pero no una residencia permanente o la ciudadanía; esto es: no regulariza de manera definitiva su situación migratoria.

El TPS forma parte de la Immigration Act de 1990, el ajuste a la ley de inmigración estadounidense tras la amnistía de 1986. Se estipuló que tendría una vigencia de dieciocho meses, con opción a una o más renovaciones. Pero el problema con el factor temporal es que han pasado más de veinticinco años de renovación en renovación sin que ocurra nada más: ni el gobierno estadounidense ha creado una medida que le permita a estas personas convertir su estatus de protección en la seguridad de una residencia permanente, ni los países expulsores han creado las condiciones para el retorno seguro de sus ciudadanos a sus lugares de origen, muchos de ellos marcados por la inseguridad, la corrupción, la impunidad, la falta de servicios básicos y el desempleo —que suele compensarse con las remesas que llegan desde Estados Unidos—.

El gobierno de Trump ha repetido que el TPS no se creó para ser permanente y eso es correcto. Sin embargo, la vida de las personas que gracias a esa medida han vivido décadas en Estados Unidos, no puede seguirse rigiendo por periodos de dieciocho meses. Con la decisión del ejecutivo, le toca al congreso estadounidense ofrecer una solución permanente para las 320.000 personas que hoy no solo necesitan protección, sino también una ley de inmigración justa para ellos y sus familias.

Aunque Nicaragua y Honduras han sido los primeros países en la mira de la autoridad de inmigración, las organizaciones proinmigrantes en Estados Unidos —especialmente las de El Salvador y Haití— se han movilizado para pedir una solución definitiva y no solo otra extensión del programa. Sus argumentos son: el tiempo que estas personas han vivido en Estados Unidos y la situación que podrían enfrentar al regresar a sus países de origen.

De acuerdo con el Center for American Progress, los beneficiarios del TPS han permanecido en Estados Unidos un promedio de diecinueve años; entre 70 y 83 por ciento son empleados, y por tanto son parte integral de la vida económica del país. Pero, además, su integración se da en otros sectores: las familias de los beneficiarios del TPS incluyen a cerca de 275.000 niños nacidos en Estados Unidos, el país en el que sus padres han construido su vida.

Tras la cancelación del TPS la elección para ellos es la misma que para el resto de los inmigrantes indocumentados: quedarse en Estados Unidos —que muchos ya consideran su país— sin documentos o volver al país de origen. Pero esto, en el caso de los beneficiarios de TPS, no solo significa empezar de cero en un lugar que a veces ya no recuerdan, sino volver a sitios en los que su vida ha estado en riesgo y que en ocasiones se encuentra en peores condiciones.

Un ejemplo es Honduras. Un estudio del Center for Latin American and Latino Studies establece que “Honduras permanece extremadamente vulnerable a los desastres naturales, lo que ha comprometido la infraestructura del país y complicado los esfuerzos de recuperación”, pero además, afirma que el país continúa bajo serios retos justamente porque la situación de fondo sigue causando desplazamiento.

El Salvador —el país con el mayor número de beneficiarios, 195.000— es ejemplo del peso de la coyuntura política en los criterios de protección de Estados Unidos. El TPS para los salvadoreños se implementó en 1990, pero dejó de otorgarse en 1995 tras la firma de los Acuerdos de Paz. La única opción para quienes querían salir de ese país debido a las condiciones de violencia que subsistieron a pesar de la paz, era solicitar asilo político; pero entre 1999 y 2003, la tasa de aprobación para solicitantes salvadoreños fue menor al 10 por ciento. Era lógico: tanto la preservación de un TPS como el otorgamiento de asilo por parte de Estados Unidos habrían significado una descalificación para la naciente democracia salvadoreña.

Finalmente, tras los terremotos de 2001 se emitió un nuevo TPS para El Salvador. Pero la experiencia de los años previos dejó su lección: el poseedor de la protección temporal no tiene nada seguro. En Estados Unidos, las leyes de inmigración han seguido el patrón del palo y la zanahoria: mientras castiga la ilegalidad para la mayoría, genera breves espacios de legalización para algunos que se van modificando dependiendo de la conveniencia política para el gobierno de turno. En tiempos recientes, DACA —la protección temporal para jóvenes indocumentados— y el TPS son el mejor ejemplo de esto.

Tras las medidas anunciadas por Trump, la pelota está en la cancha del congreso. Algunos de sus miembros han empezado a trabajar en iniciativas concretas: una de ellas para extender el programa por seis años, y un par más para dar opción a la ciudadanía a ciertos beneficiarios de TPS con base en su fecha de arribo o su país de origen.

Sin embargo estas propuestas volverían a ser soluciones parciales, de coyuntura política, que no resuelven el problema de fondo. Sigue pendiente la creación de una iniciativa de ley integral, con un enfoque de justicia para las familias que ya forman parte del tejido social de Estados Unidos.